Sobre Alfredo Zitarrosa |
O la parusía de Gardel Locutor, animador de programas, periodista, viajero incansable, vendedor de muebles, compositor, cantor, y poeta, son algunas pocas facetas de este hombre que, como todo uruguayo, abrazó la causa del mate -y al mate también- desde su más temprana edad. Vivió en el campo y en la ciudad alternativamente y de ambos sacó provecho. Del primero aprendió las tareas rurales, las necesidades y urgencias del gaucho, los decires del paisano. Del segundo el vector que le daría forma a toda su vida: la milonga. Alfredo Zitarrosa fue como sus iniciales, principio y fin de sí mismo. Alcanzó notoriedad rampante a comienzos de la década del 60. Fue un fuerte impacto en la sociedad oriental, ya que no solo quienes compartían su ideología, cantaban sus canciones. Y porque la verdadera popularidad no conoce banderas ni fronteras, temas como "El violín de Becho", "Doña Soledad", "Adagio en mi país" y muchos otros más, cantó el Uruguay todo, feliz de encontrar al fin la voz propia que cantase un canto propio. Lejos quedaban así las influencias del folklore argentino.... Después de conocer la fama -ese beso en la frente que poco sostienen- conoció también el exilio, "presente griego" más atroz que la muerte. Hacia él marchó con su banderín de Peñarol, sus discos y libros y su pelota de fútbol. La ruta a recorrer le llevaría años: Argentina, España, Méjico y finalmente la vuelta al Río de la Plata y su Uruguay "Del que nunca me fui". Amigo leal para todos, mal perdedor en el truco, billarista, quinielero, amante del canto andaluz, de Onetti, Rilke, Vallejo y Sir John Perse. Quiso a Beethoven y a todo bicho que anduviera por ahí por igual: pájaros, gatos, perros y afines. Militante comunista -antes anarco, luego socialista- supo darle al artista nacional la categoría que le correspondía en este extraño concierto mundial. Revocó costumbres tales como que los guitarristas acompañantes tocasen solo "por el vino" y otras lindezas. Levantó en huelga a sus propios empleados de la "Claraboya Amarilla", local de su pertenencia. Enfundado para siempre en trajes oscuros como su voz inigualable, peinado a la gomina y de gestos duros, casi patéticos a este Gardel no se le discute su segunda vuelta. Su voz se plantó como una estaca en medio del país, y supo como ninguno mantenerla firme hasta el fin. Fue el último en irse cuando la diáspora se impuso en el paisito, y el primero en volver a él. Calculó con minuciosidad de orfebre cuantos cigarrillos fumó en toda su vida. Cuanto whisky se le llevó el destierro, cuantos días con sus horas y minutos precisos contabilizó la desgracia de estar lejos de la patria. Hubo si, algo más sencillo que él no pudo calcular; su propio período de vida, que de pronto y sin aviso se fue bajo una insuficiencia renal (¿asistencial?) a los 53 años. Justo cuando se asomaba a un estadío más rico y más maduro de su producción, tanto en sus letras como así en sus melodías. Borges escribió hace mucho, algo para conjurar estas tragedias cotidianas: "Morir es una costumbre que sabe tener la gente". por Hugo Latorre |